CALIDAD DEL
DOCENTE NECESARIO
(Capítulo V del libro "Más y mejor educación para todos", de Antonio Pérez Esclarín)
La
propuesta de educación de calidad que venimos proponiendo requiere de docentes
de calidad, es decir, que enseñen a ser, enseñen a aprender y enseñen a
convivir. Esto se dice fácil, y hasta resulta evidente. El problema empieza
cuando se comprende que sólo es posible enseñar -o sea, ayudar- a ser persona
si uno se esfuerza por serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta
que para ser educador hace falta reconocerse como un educando de por vida. Por
otra parte, sólo enseñará realmente a aprender el que aprende al enseñar; del
mismo modo que enseñar a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir,
que convierta la clase en un lugar de democracia profunda.
5.1.-Enseñar a
ser
Necesitamos
docentes que, antes que otra cosa, sean educadores. La mayoría de los docentes ejercen
su profesión como meros dadores de clases y programas, sin haber tenido la
oportunidad de asomarse a las honduras de lo que significa educar. La propia
sociedad, si bien en ciertas oportunidades y celebraciones, se monta en la
retórica para hablar del maestro como apóstol y forjador de futuro,
considera la profesión docente entre las menos atractivas y valoradas y trata a
los docentes como ciudadanos de segunda categoría. La mayoría de los docentes
tienen de sí mismos una muy baja percepción y autoestima y eligieron su
profesión porque se les cerraron las puertas de otras que consideraban más atractivas
y gratificantes. Por eso es tan importante que descubran la esencia de lo que
significa educar.
Ser
maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que enseñar
biología, lectoescritura, electricidad, inglés o historia. Educar es alumbrar
personas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los propios ojos
para que otros puedan mirar la realidad sin miedo. El quehacer del educador es
misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar
alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación. Es educador el que no sólo está
dispuesto a dar tiempo, sino a darse.
Cuentan
que, una vez, entró un niño en el taller de un escultor. Por un largo rato
estuvo disfrutando ante la cantidad de cosas asombrosas del taller: herramientas,
bocetos, pedazos de esculturas desechados..., pero lo que más le impresionó fue
un enorme bloque de piedra en el centro del taller. Era una piedra tosca, llena
de magulladuras, desigual, traída en un penoso recorrido desde la lejana
sierra. El niño estuvo acariciando con sus ojos la piedra y, al rato, se fue.
Volvió el niño al taller a los pocos meses, y vio sorprendido que, en el lugar
de la enorme piedra, se erguía un hermosísimo caballo que parecía ansioso por
librarse de la fijeza de la estatua y ponerse a galopar. El niño se dirigió al
escultor y le dijo: “¿cómo sabías tú que dentro de esa piedra se escondía ese
caballo?
Educar
viene del latín, educere, que significa sacar de adentro. Es
educador quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que vemos los
demás, sino la obra de arte que se encuentra adentro, y entiende su misión como
el que ayuda a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye
a que aflore el ser maravilloso que todos llevamos en potencia. La educación
implica una tarea de liberación y de responsabilización(62). El educador tiene
una irrenunciable misión de partero de la personalidad. Es alguien que entiende
y asume la transcendencia de su misión, consciente de que no se agota con
impartir conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas,
sino que se dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, con
sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y
esperanzas.
La
vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos,
cursos, diplomas, conocimientos y técnicas. Formar personas sólo es posible
desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al
futuro. Cuando un docente vive su diaria tarea no como un saber, que le crea un
poder, o como una función que tiene que cumplir, sino como una capacidad que le
obliga a un servicio, está no sólo ayudando a adquirir determinados
conocimientos y destrezas, sino que está dando sentido a su misión, está
educando, está ayudando a ser.
Esto
presupone una madurez honda, una coherencia de vida y de palabra. Y esta
coherencia es imposible sin un permanente cuestionamiento y cuidado del propio
proyecto de vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus propias contradicciones,
sus carencias, y las acepta como propuestas de superación, de crecimiento, es
decir de formación, será capaz de recibir amor y por ello podrá darlo. Será
capaz de aprender y por ello de enseñar. El que cree que lo sabe todo, el que
se coloca con autosuficiencia frente a los alumnos, el que piensa que no
necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera relación
comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia educación,
será por ello, incapaz de educar.
La
personalidad del docente, su manera radical de ser y de estar en el mundo y con
los demás, las palabras que hace y no tanto las palabras que dice, son el
elemento clave de la relación educativa. Uno explica lo que sabe o cree saber,
pero uno enseña lo que es. Si eres generoso, estás enseñando y promoviendo
la generosidad. Si eres inquieto, preocupado, ávido de saber, transmites ganas
de aprender. Si eres superficial y vano, comunicas trivialidad. Si vives
amargado y te la pasas quejándote, enseñas desconfianza, amargura, pesimismo.
Esta
es una realidad fácilmente comprobable por cualquiera de nosotros: por la larga
vida de alumnos que todos fuimos -y estamos siendo- pasaron y siguen pasando
una enorme cantidad de maestros y profesores. Gran parte de ellos se borraron
de nuestras vidas sin dejar surco ni huella. Tal vez los recordamos cuando
revisamos un álbum de fotos añejadas por el tiempo, o nos encontramos con viejos
amigos y empezamos a rememorar el pasado.
Sin
duda alguna, esos docentes contribuyeron tal vez a que aprendiéramos algunas
cosas, pero no marcaron nuestras vidas, no nos educaron, fueron perfectamente
prescindibles, lo mismo hubiera sido tenerlos a ellos que tener a cualquier
otro. A otros los recordamos como ejemplos de deseducación: egoístas, altaneros,
vivos, flojos, injustos, corruptos...Su recuerdo nos produce dolor y reabre
viejas heridas. Preferiríamos que no hubieran pasado por nuestras vidas. Nos
deseducaron.
Pero
sin duda alguna, también tuvimos la inmensa suerte de contar con algún maestro
o maestra a quien recordamos con verdadero agradecimiento. Nos supimos
queridos, aceptados por él (ella), comprendidos... nos abrió la vida a nuevos e
insospechados horizontes; nos ayudó a conocernos, a creer en nosotros, a
atrevernos a remar hacia adentro en el torrente de la vida cuando casi todos
los demás seguían chapoteando en las orillas. Sembró en nosotros, con la
palabra de su vida, semillas de generosidad, de entusiasmo, ansias de vivir de
otro modo. Diferente a los demás, marcó nuestra existencia con una huella
indeleble. De algún modo, aunque tal vez no hayamos vuelto a saber de él o de
ella, sigue viviendo y dando frutos en lo mejor de nosotros. Ellos sí fueron verdaderos maestros,
educadores. Y no los recordamos tanto por los conocimientos que nos
transmitieron, sino porque nos enseñaron a ser, nos motivaron a vivir con
autenticidad, nos dieron el aliento y la ayuda para hacerlo.
A
la luz de estas reflexiones, sería bueno que cada docente se preguntara, en la
intimidad de su corazón, ¿cómo lo van a recordar sus alumnos?, ¿qué valores les
inculca con su vida?, ¿cómo querría ser recordado por ellos?, ¿qué está
haciendo o va a hacer para ello? Y es que, en definitiva, el problema de la
educación es eminentemente un problema de vivir y proponer valores. Esta es la
gloria o la tragedia de los educadores: que es imposible enseñar de un modo
neutro, aséptico, pues todos iluminan caminos o los oscurecen, sueltan alas a
la libertad, o las amarran.
En
una sociedad tan agresivamente inhumana, donde el poder, el tener, y el
consumir determinan las relaciones y el modo de vida de las personas, el
educador es el hombre o la mujer que apuesta por la persona frente a las cosas,
por la solidaridad frente al individualismo desbocado, por la actitud lúcida y
crítica frente al adoctrinamiento técnico e ideológico, por la libertad frente
al letargo que provoca la invasión de noticias y productos impuestos; apuesta
por una sociedad humana y fraternal frente a una sociedad que nos convierte en
una muchedumbre solitaria, en un rebaño frente al televisor, que impide la
comunicación y desde la soledad intolerable, nos invita a esa violencia del que
necesita destruir para ser, ponerse unos zapatos de marca para justificar la
existencia, matar para reconocerse y que le reconozcan vivo.
Evidentemente,
si un docente es capaz de captar la transcendencia de su misión, y se percibe
ya no como un mero dador de objetivos y rutinas, como alguien que ayuda a pasar
exámenes y a avanzar de un curso a otro, sino como un educador que ilumina
caminos y fragua voluntades, recuperará su autoestima y se entregará a vivir apasionadamente
su profesión y su misión. Entenderá que, frente a los intentos de convertir la
educación en un discurso gerencial y tecnocrático, centrado únicamente en cuestiones
de eficacia y control, su figura brilla cada día con más luz, una de las pocas
profesiones que jamás podrán ser desplazadas por las máquinas, porque las
máquinas podrían sustituirle en su papel de transmisor de conocimientos, pero
jamás una máquina será capaz de formar hombres y mujeres verdaderos. Si
entiende esto así, no andará desesperado por salir del aula y refugiarse en
cargos burocráticos, ni ligará su realización a escalar en la pirámide del
sistema educativo por considerar que el profesor es más que el maestro, y que
trabajar en la universidad es más transcendente que trabajar con alumnos de
preescolar, básica o diversificado: ¿acaso un buen pediatra pone su empeño y
realización en lograr ser un buen geriatra?
Y
desde la vivencia profunda de su profesión y su misión, el genuino educador
lanzará a la sociedad el justo reclamo para que lo trate como es debido, y
denunciará la soberana estupidez de una sociedad tan desorientada que considera
normal pagar mejor al veterinario que cura las vacas, al arquitecto que levanta
las casas, o al ingeniero que construye las carreteras, que al maestro que
forma las personas que se comen las vacas, habitan las casas y se desplazan por
esas carreteras.
5.2.-Enseñar a
aprender
En
su obra póstuma, El primer hombre, el escritor Albert Camus rememora la
escuela y los docentes de su infancia y escribe: No, la escuela no sólo les
ofrecía una evasión de la vida de la familia. En la clase del Sr.
Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial
para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras
clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a
un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado, rogándoles que
tuvieran a bien tragarlo. En la clase del Sr. Germain, sentían por
primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les
consideraba dignos de descubrir el mundo (63).
Este
texto de Camus pinta genialmente al genuino maestro que, más que impartir y
exigir la memorización de paquetes de conocimientos muertos, es capaz de
despertar en sus alumnos el hambre de aprender, de descubrir, de estar en
búsqueda permanente del saber. Educar es fundamentalmente enseñar a aprender,
ayudar a aprender, desarrollar la inteligencia creadora de modo que el educando
vaya adquiriendo la capacidad de acceder a un pensamiento cada vez más personal
e independiente que le permitirá seguir aprendiendo siempre. El educador, como
el poeta, es un hacedor de preguntas inocentes. La pregunta, y no tanto la
respuesta, constituye lo medular en los procesos educativos. La pregunta es una
de las herramientas fundamentales con que cuenta el docente para activar el pensamiento
de los alumnos y orientarlo hacia la toma de decisiones, la resolución de problemas
y el aprendizaje permanente. Hay que enseñar a hacer preguntas y hacerse
preguntas (64), bien planteadas, que motoricen los aprendizajes, que exciten la
inteligencia. Ni el problema ni la pregunta son conocimientos, al contrario,
son reconocimientos de ignorancia, pero abren espacios al conocimiento impulsando
al investigador más allá de lo que sabe. La falta de dudas y preguntas no es
señal de que alguien sabe mucho, sino que ha perdido la vitalidad de aprender.
Enseñar
a aprender supone enseñar las herramientas de aprendizaje -en especial, la
lectura, la expresión, la escritura, hoy también la informática, el cálculo, la
investigación...- de modo que uno sea capaz de buscar la información que
necesita, la comprenda, la recree y la devuelva hecha saber propio. Supone
enseñar los conocimientos significativos o pertinentes, es decir, aquellos que
son necesarios para seguir aprendiendo cada vez de un modo más autónomo y personal.
Y supone sobre todo y ante todo, crear un ambiente de aprendizaje que estimule
el deseo de aprender, la creatividad, el trabajo, la convivencia… No se trata, por consiguiente, de decirles a
los docentes cómo tienen que enseñar, sino de proponerles experiencias
pedagógicas enraizadas en los valores y modelos que se pretenden. Aquí radica,
a mi modo de ver, una de las contradicciones más graves de la mayor parte de
las actuales escuelas de educación que asfixian con su práctica pedagógica las
teorías que proponen y mandan recitar a los alumnos. Los futuros maestros
aprenden y asimilan no lo que les dicen los profesores y ellos escriben en sus
exámenes, sino la práctica que experimentan en el salón de clases. Por ello, no
enseñan como les dijeron que había que enseñar, sino que enseñan como les
enseñaron a ellos.
Los
docentes necesitan, por consiguiente, renunciar a ese rol de meros transmisores
de conocimientos, para asumirse como
estrategas que van creando situaciones de aprendizaje. Docentes que guíen el
proceso de construcción del conocimiento de sus alumnos. Para ello, tienen que comprometerse
no sólo con los contenidos que proponen para la clase -lo cual es muy
importante-, sino que deben también comprometerse con el proceso de elaboración
del conocimiento, con el desarrollo de las habilidades para utilizar ese
conocimiento y con la capacidad de crear nuevas interrelaciones y nuevos
saberes a partir del conocimiento adquirido.
Asegurar
la comprensión del conocimiento supone partir del saber del alumno, de sus conocimientos
previos, de sus códigos de entendimiento y comunicación. Supone partir de su
realidad y de su cultura. No es posible un aprendizaje efectivo si la
construcción del saber que guía el maestro no se sustenta en el mundo de
significados que manejan sus alumnos. Lo que ellos saben, entienden y sienten, su
manera de ser y de vivir, es lo que dará significación al nuevo conocimiento
que propone la escuela. Así mismo, se les pide a los docentes solvencia para
comunicar a sus alumnos seguridad en sus capacidades intelectuales y
acercamiento cordial para involucrarlos afectivamente en lo que les proponemos.
De ahí la importancia de que conozcan bien no sólo la materia o asignatura que
enseñan, sino de conocer bien a los alumnos. Y sólo conoce bien el que ama. Por
ello, una vez más, la importancia de querer a los alumnos.
Ahora
bien, sólo enseñará a aprender a los alumnos el docente que aprende al enseñar.
El docente que ha dejado de aprender, se convierte en obstáculo y freno para el
aprendizaje de sus alumnos. Pero no es lo mismo aprender que estar estudiando.
Hay muchos docentes que estudian y no aprenden a ser mejores educadores.
Repiten teorías, pasan exámenes, obtienen títulos, y hasta sacan postgrados, pero
no se van haciendo mejores educadores. Necesitamos docentes que reflexionen y
cuestionen su hacer pedagógico y aprendan de esa reflexión. Docentes que sean
capaces de hacer teoría de su práctica. Esta primera teoría, fruto de la
reflexión de la práctica, debe ser confrontada con la de los compañeros y con
las teorías más elaboradas de los especialistas (de ahí que es inconcebible un
docente que no lea y se actualice continuamente), pero ya no para repetir lo
que ellos dicen, sino en un verdadero diálogo de saberes, que va enriqueciendo,
cambiando, profundizando la propia teoría que, a su vez, promueve cambios en la
práctica. Esto supone, en primer lugar, la sistematización escrita de todo el
proceso.
Aprender
a escribir supone, más que alguna otra cosa, aprender a pensar. La escritura es
una epistemología, una magnífica forma de aprendizaje. Así como cuando hablamos
aprendemos más cosas acerca de lo que queremos decir por el simple hecho de
decirlo, es decir, aprendemos a medida que hablamos, eso mismo se puede afirmar
con más razón de la escritura: aprendemos a medida que escribimos. Detrás de
muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a pensar. De ahí la
importancia de la sistematización como método de aprendizaje, sistematización
que posteriormente deberá ser socializada y confrontada con otros para su
ulterior enriquecimiento.
5.3.-Enseñar a convivir
La
tercera dimensión del docente de calidad necesario, es la de ser un profesional
crítica y activamente comprometido en la gestación de una democracia de
calidad.
Nuestra
actual democracia es puro cascarón hueco, sin contenido, sin nada adentro.
Sabíamos que no teníamos verdadera democracia política, económica y social,
pues unos pocos acaparan las decisiones, las riquezas y el poder, pero nos
quedaba la ilusión de que podíamos elegir. Los sucesos de las últimas
elecciones nos tumbaron esa ilusión y, como expresa magistralmente un Editorial
de El Naciona( 65), nos pusieron en evidencia que nuestra democracia “no se
basaba en el voto popular, sino en la permanente contabilización
fraudulenta que se hace en las mesas electorales de los tarjetones que
uno, tonta e ingenuamente, marca creyendo que está votando por alguien
determinado. Nada de eso. Los representantes de los partidos políticos
-que son por ley, mayorías en las mesas- se reparten los votos de los
que no están presentes y nuestro esfuerzo democrático madrugador queda allí
entrampado en un ‘dame que te doy’.
El
ciudadano queda más que sorprendido, pues ha jugado limpio y quienes lo
incitaron y excitaron a participar jamás le dijeron que se podía hacer trampas,
que era un juego de tahúres donde el más hábil siempre iba a tener ases
suficientes en la manga para ganar por encima de la suerte. De allí que
repitamos, como quien come pepinos, unas elecciones que se supone son abiertas
y limpias.
¿Qué
se deduce de todo esto? Algo demasiado sencillo: los partidos incitan a sus
militantes al robo de votos, y quien roba votos también siente que puede robar
además impunemente los presupuestos de las alcaldías, de las gobernaciones, de
los ministerios. Allí está la fuente de la corrupción, ese abismo que se ha
tragado todos los millones del presupuesto oficial. Hay, por supuesto, quienes
no lo hacen y son militantes sanos y considerados en su comunidad, pero existen
otros que terminan robándose hasta el último centímetro de democracia pues
quien se apropia de un voto ajeno es más atracador que un malandro de barrio,
pues lo despoja a uno de un acto de conciencia y no del efímero dinero de la
cartera.(...)
Ya
basta de “encapuchados” en las mesas de votación y de un Consejo Supremo
Electoral que funge de cueva de Alí Babá.
Por
todo esto y por lo que venimos diciendo, a lo largo de todo el libro, hoy más
que nunca, frente al colapso de nuestro modelo político-económico-social, y las
tentaciones cada día más frecuentes de recurrir al autoritarismo como salida
del actual atolladero, es urgente una educación comunitaria, que tenga como
finalidad una democracia que funcione, basada en el trabajo, la participación,
el respeto, donde los derechos y deberes de los ciudadanos son la guía
permanente de las acciones colectivas, de modo que garantice a todos una vida
con dignidad.
La
escuela debe propiciar la comprensión crítica de la democracia vivida en la
cotidianidad y en la sociedad, pero desde una conciencia ética que haga del
individuo sujeto de cambio y de construcción de la democracia integral. La
democracia integral es el sistema político que garantiza a cada uno y a todos
los ciudadanos una participación activa y creativa, en cuanto sujetos, en todas
las esferas del poder y del saber de la sociedad. Un sistema que garantiza a
todos y a cada uno el derecho de ser coautores del mundo. Para eso, cada uno y
todos los ciudadanos de la sociedad son llamados a participar, en cuanto
sujetos singulares y a la vez plurales, en el desarrollo de todas las
instancias con que se relacionan, desde el barrio, el caserío, la aldea, y las
unidades productivas hasta El Estado. De ahí que la participación popular es un
elemento central del proceso de profundización de la democracia. El pueblo debe
tener poder real de decisión para proponer, fiscalizar y controlar las acciones
del Estado (66). Se trata de que las personas logren entender y experimentar
que sí es posible avanzar en hacer realidad los valores y principios que
alientan la verdadera democracia (participación, crítica, pluralismo, igualdad,
libertad...) y que vale la pena trabajar sin descanso por construirlos y
defenderlos.
Todo
esto le plantea grandes desafíos a la educación. Es urgente la formación de una
mentalidad con miras a construir una cultura política que priorice la
valoración de los espacios públicos como gestores del bien común, y acabe con
la cultura política asociada al clientelismo, la apatía, sumisión, corrupción,
autoritarismo... Para hacer esto posible, necesitamos que las escuelas se
transformen en verdaderas comunidades democráticas, donde se experimenta
cotidianamente el ejercicio de la democracia tanto directa como delegada. Se
trata de vivir en la vida cotidiana de la escuela los valores democráticos que
buscamos, lo que implica modificar la organización escolar y la práctica dentro
del aula, desterrando las actitudes individualistas, autoritarias, corruptas,
el acaparamiento de la palabra por parte del docente, de modo que efectivamente
se desarrolle el diálogo, la participación, la crítica, y las relaciones
interpersonales efectivas.
Todo
esto exige, a su vez, educadores activamente entregados a la gestación de esa
democracia integral que hace compatibles igualdad con libertad, diversidad con
diferencia, y derechos de las mayorías con derechos de las minorías. Para ello,
como plantea Giroux (67), el educador debe “asumir la enseñanza como práctica
emancipadora , la creación de escuelas como esferas públicas democráticas, la recuperación
de una comunidad de valores compartidos y el fomento de un discurso público
común unido a imperativos democráticos de igualdad y justicia social”.
Frente
al intento de reducir la educación a mero asunto gerencial y administrativo,
centrado únicamente en cuestiones de eficiencia y control, donde los docentes
son reducidos al papel de técnicos que ejecutan instrucciones, incapaces de
analizar críticamente los supuestos ideológicos de los modelos que les imponen,
necesitamos educadores que legitimen las escuelas como lugares de vivencia y construcción
de genuinas relaciones democráticas.
Sólo
de escuelas genuinamente democráticas, que promueven y estimulan el continuo
ejercicio de la libertad, la responsabilidad, la participación, la crítica, el
servicio, el respeto y el pluralismo, saldrán auténticos ciudadanos capaces de
construir y defender una democracia integral de calidad. Sólo si los educadores
se esfuerzan por ser genuinos ciudadanos y convierten sus aulas en modelos de democracia
integral, estarán educando en y para la ciudadanía y contribuirán a desarrollar
en los alumnos la facultad de imaginar, de juzgar y de comprometerse en la
búsqueda de una sociedad humana e igualitaria, que logre la vigencia plena de
los derechos humanos y los valores universales básicos.
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