NIÑOS CON 13 AÑOS,
¿MADUROS PARA USAR SOLOS LAS REDES SOCIALES?
Catherine L’Ecuyer,
(publicado en El País el
11/06/18)
UN PROYECTO DE LEY EN ESPAÑA BAJA
LA EDAD PARA DARSE DE ALTA SIN CONTROL PARENTAL EN ESTOS SITIOS WEB
Francia acaba de anunciar que
cumplirá con su promesa electoral de prohibir el móvil en las
escuelas. Resulta curioso que una promesa así pueda llevar a un político al
poder en los tiempos que corren. Spain is different, desde luego.
Aquí, acaba de proponerse un proyecto de ley que baja de 14 a 13 años la edad para
consentir al tratamiento de los datos —y por lo tanto para
darse de alta a una red social—, a pesar de que el marco legislativo europeo
recomendaba 16 años a sus Estados miembros. Unos hablan de “una generación
pérdida”, mientras que otros aseguran que “la tecnología es neutra y que el
impacto dependerá del uso que se haga de ella”.
¿Es neutra la tecnología? Veamos el caso de una tecnología “neutra”: una
nevera. Supongamos que cada vez que abrimos la nevera, se enciende la luz.
¿Volveríamos a abrirla varias veces para ver si se ilumina? No hacemos eso,
porque nos resulta previsible que ocurra -mientras la bombilla no se funda-. La
luz no provoca fascinación, ni adicción, porque no hay descarga de dopamina en
el cerebro cuando abrimos neveras. Ahora bien, imaginémonos que cada vez que
abrimos una nevera “inteligente”, nos da noticias en directo de la erupción de
un volcán en una ciudad cercana, estadísticas de las personas que han pensado
en nosotros en tiempo real, nos dice si esos pensamientos fueron positivos o
no, y además nos enseña comidas distintas de las que podemos escoger para
comérnoslas inmediatamente con una presentación impecable. ¿Cuántas veces
abriríamos la nevera cada día? ¿Creemos que el uso de esa nevera no impactaría
en nuestros hábitos alimenticios? ¿En nuestro peso? ¿En la cantidad de tiempo
que pasamos en la cocina? ¿En el tiempo que dejamos de dedicar a otras
actividades?
Decía Marshall McLuhan que “la postura según la cual la tecnología es
neutra es la del adormecido idiota tecnológico”. Frase dura, pero de una
curiosa vigencia, después de que Mark Zuckerberg haya confesado en uno de los
eventos más destacados de su interminable gira del perdón, su comparecencia
ante los representantes del Congreso de los Estados Unidos:
“hemos creado una herramienta neutra, pero no hemos pensado en como podía ser
usada para hacer el mal”. ¿Solución? La contratación de 20.000 personas que
revisarán nuestros muros al peine fino y eliminarán los contenidos considerados
“no seguros para la comunidad”. Y muy recientemente, Facebook sorprendió una vez más con
el anuncio de la contratación de “especialistas en credibilidad
de las noticias”, eufemismo divertido por “editor de noticias de medios de
comunicación”. Un duro golpe para un medio que siempre se
posicionó como “neutro”. ¿Cómo se decide si un contenido es seguro, o no? ¿Cuál
es el criterio? El de la neutralidad. La neutralidad todo poderosa de una
empresa que se atribuyó a sí misma la infalibilidad para emitir el sello
del nihil obstat sobre el contenido emitido y consumido por
sus 2.200 millones de usuarios, nada menos que una tercera parte de la
población mundial. Ninguna religión, ninguna organización en el mundo tiene
actualmente tantos adeptos susceptibles de ser influidos por el incuestionable
dogma de la “neutralidad”. Un dogma con tantas fisuras, que se está empezando a
convertir en una pesadilla recurrente para Zuckerberg.
Si pensábamos que el impacto que tiene la tecnología depende del uso que se
hace de ella, es que nos olvidamos de que, en la vida, no hay nada gratuito.
Cuando usamos una herramienta, tenemos que pagar un precio por ella. Otra cosa
es que no seamos conscientes de ello, por mucho consentimiento y acuerdo de uso
con letra pequeña que hayamos firmado con el dedo. En el caso de las redes, lo
que entregas, no es dinero, eres tu mismo. No solo por las horas y por la
preciada atención que le dedicas. Va mucho más allá de eso. Las plataformas que
ofrecen contenidos en las redes, o que permiten a los usuarios compartirlos, no
están en el negocio de entregar contenidos a cambio de nada. Están en el
negocio de entregar usuarios a los que patrocinan sus plataformas y esos
contenidos, o incluso a terceros. Por lo tanto, la moneda de cambio por el uso
de las redes, es el usuario. Eres tú, o es tu hija o tu hijo. Y pronto podrá
hacerlo sin tu consentimiento con tan solo 13 años.
Y si pensamos que el impacto no se aprecia, recordemos que 30 segundos de
una publicidad en la Super Bowl valen más de dos millones de
dólares. Las empresas no gastarían ese dinero si ello no tuviera un impacto
directo e inmediato en el consumo o la apreciación de sus productos o de sus
marcas. La atención del usuario y su información privada es un bien preciado
que nunca había sido objeto de tanto poder económico y político. Tanto es así,
que sabemos que una empresa de consultoría política —Cambridge Analytica—, se
hizo indebidamente con la información de más de 50 millones de usuarios de Facebook,
consiguió influir en el resultado de las elecciones americanas y cambiar el
curso de la historia de la democracia.
Hace unos días, Facebook confesó el intercambio de datos de usuarios con al
menos 60 empresas, entre ellas Apple, Amazon, Samsung y Microsoft. ¿Quizás sea
esa la explicación por la que el joven fundador de Facebook tiene las entradas
del audio y de la cámara de su dispositivo tapadas con un celo oscuro?
¿Podemos, entonces, razonablemente asumir que un menor de 13 años tiene la
madurez suficiente para dar su consentimiento a una actividad que tiene tantas
implicaciones?
Algunos dicen que, si les quitamos el Internet a los jóvenes, es como si
les quitáramos la sangre. ¿Es posible defender la neutralidad de una tecnología
de la que hablamos en esos términos? La tecnología en una mente no preparada
para usarla, difícilmente será neutra. Y menos si está diseñada para la
adicción. Nuestros hijos son hijos de su tiempo, y es cierto que su tiempo no
es el nuestro. Pero si deseamos lo mejor para ellos, no podemos dejar que sean
esclavos de su tiempo; para ello, necesitamos leyes que no dejen a los padres fuera
de juego.
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