martes, 8 de mayo de 2012

El concepto de Dios en una nueva época




                     EL CONCEPTO DE DIOS EN UNA NUEVA ÉPOCA

            (Julio Ferreras*)

El concepto de Dios ha estado dominado por las enseñanzas de las iglesias y, en el mundo occidental, en especial, por la católica. Ha sido un concepto basado, desde el siglo cuarto, en un dios ídolo, es decir, inventado y adaptado a las exigencias y privilegios de una iglesia que se erigió, desde esa fecha, en la única intérprete de la vida y la muerte de los pueblos, en medio de una sociedad ignorante y empobrecida a la que era fácil engañar y someter. No entramos a considerar, aquí, las aportaciones positivas y negativas del catolicismo a la cultura y la civilización occidentales, que están a la consideración de cada uno. Lo que nos interesa resaltar es el cambio llevado a cabo, desde la época de la Ilustración, respecto a ese concepto unilateral de Dios, de las iglesias. Ese cambio no obedece más que al progreso científico, social y cultural de la propia humanidad. La sociedad actual, con todos sus progresos y retrocesos, es una sociedad que está pasando de su etapa de adolescencia a la adulta, con todo lo que ello significa y que es esencialmente diferente a aquella sociedad infantil de la edad media que vivía mediatizada y dominada por los poderes político y eclesiástico.
Cada época, de acuerdo con su idiosincrasia, su civilización y su cultura, tiene un concepto diferente del mundo y de la vida, y por ende, de Dios. El dios del hombre medieval era un dios trascendente, alejado de la humanidad, despótico, juez de la vida y la muerte, que premia a los buenos y castiga a los malos. El mismo proceso que experimenta el individuo -en relación con el concepto de Dios- desde la niñez hasta la adolescencia, es el que sigue, más o menos, la propia humanidad en su conjunto a lo largo de su historia. Así, el psicólogo y pediatra, A. Gesell, dice: “Un niño de cinco años puede creer que, cuando se cae, fue Dios el que le empujó. Es también este Dios el que empuja las nubes del cielo”. En cambio, el adolescente de dieciséis años -dice Gesell- “despliega una creencia más elevada en un Ser Supremo, pero no ha establecido aún una relación ininterrumpida con Dios. Lo concibe de distintas maneras: como una fuerza divina, como un gobernante que nos guía, como una fuerza personal ni hombre ni espíritu, o simplemente como un sentimiento”.
 Eso mismo ha ocurrido a la propia humanidad a lo largo de su historia. Su concepto sobre Dios ha ido cambiando desde su etapa infantil hasta su etapa adulta. E. Fromm lo describe con claridad, habla de los diversos factores que condicionan el concepto de Dios, y dice: “El otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo”, y añade: “Al comienzo de la evolución, encontramos un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto quiera. Es esa la fase religiosa en la que Dios arroja al hombre del paraíso, para que no coma del árbol del saber y se convierta así en Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio”. E. Fromm dice que la humanidad, en su evolución, transforma a Dios, de un jefe despótico en un padre amante, y más tarde en el símbolo de los principios de la justicia, la verdad y el amor.
Pero la mayoría de la humanidad, según Fromm, ve aún a Dios como “un padre que me rescate, que me vigile, que me castigue, un padre que me aprecie cuando soy obediente…”, y añade: “Es notorio que la mayoría de la gente no ha superado, en su evolución personal, esa etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector -una ilusión infantil-. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la religión”.
¿A qué ha llevado ese concepto infantil de Dios, presente en las diversas confesiones religiosas? Lo dice Voltaire en su “Tratado sobre la tolerancia”, hablando del fanatismo religioso que, en su época, minaba Europa: “Se diría que hemos hecho voto de odiar a nuestros hermanos, ya que no somos capaces de amar y socorrer… Desde que los cristianos disputan sobre el dogma ha corrido la sangre, ya sea en los patíbulos ya en los campos de batalla, desde el siglo cuarto hasta nuestros días”.
Merece la pena conocer lo que algunos científicos modernos opinan sobre Dios. El genetista Francis S. Collins se pregunta: “¿Y qué es esta sensación de anhelo por algo más grande que nosotros mismos?”… “¿Por qué tenemos -dice- un vacío con la forma de Dios en el corazón y la mente, a no ser que tenga por fin ser rellenado?”. Quizás se deba a que el hombre busca generalmente a Dios fuera de sí, lo cual nos lleva a lo que decía Teilhard: “¿Por qué el Hombre, dado su poderío, ha de buscar un Dios fuera de sí mismo?”. Volvemos más adelante sobre lo que opina este científico jesuita.
P. Davies, en su libro “Dios y la nueva física”, habla del Dios utilitario o “la vieja trampa de atribuir a Dios cualquier cosa que esté fuera del alcance de la comprensión científica actual”, y añade: “Invocar a Dios como explicación general para lo inexplicable es convertir a Dios en amigo de la ignorancia. Si queremos hallar a Dios, debemos buscarlo a través de lo que descubrimos sobre el mundo y no a través de lo que no podemos descubrir. De todos modos, un Dios natural es mucho más plausible que un Dios sobrenatural”.
En cuanto a Einstein, habla del Dios del ingenuo y del Dios del investigador. El Dios del ingenuo -afirma- “es un ente en cuya solicitud se tiene esperanza y temor de su castigo -sublimado sentimiento de la relación entre padre e hijo-, un ente con el que se establece, en cierta medida, una relación personal”. En cambio, el Dios del investigador dice que está impregnado por la causalidad de todos los hechos. “Su religiosidad -sostiene Einstein- se apoya en el asombro ante la armonía de las leyes que rigen la Naturaleza, en la que se manifiesta una racionalidad tal que, en contraposición con ella, toda estructura del pensamiento humano se convierte en insignificante destello. Este sentimiento es la razón principal de su vida, y puede elevarlo por encima de la servidumbre de los deseos egoístas”. De todas formas, su concepto de Dios se arraiga -según él-  dentro de una creencia que está unida a un profundo sentimiento de la existencia de una mente superior que se revela en el mundo de la experiencia.
En los comienzos de un nuevo milenio, y después de los grandes avances de la ciencia, en todos los campos del saber humano, ha llegado el momento de que la humanidad supere ese concepto infantil de Dios como un ser personal, el venerable anciano de larga barba, que premia y castiga a los seres humanos según su comportamiento, un Dios trascendente, sobrenatural, alejado del hombre. En la era en que la ciencia y la religión están acercando sus posturas, como consecuencia de que la humanidad está llegando a su etapa adulta, probablemente tenga más sentido un nuevo concepto de Dios, el Dios natural e inmanente, presente en toda su creación, en todos los reinos de la naturaleza y en cada ser humano, lo cual confiere un sentido de responsabilidad y de liberación. O, en todo caso, quizás sea aún mucho más avanzada y sensata la actitud de Teilhard de unificar ambas tendencias, como vamos a ver.
Hablar hoy de Dios es hablar de la Energía o la Inteligencia Cósmica, el Cosmos, el Universo, lo Absoluto, la Vida, la Mente o el Amor Universal, el Geómetra o Maestro Constructor del Universo, el Logos griego o el Tao chino. En una palabra, el Innombrable. “¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una cosa?”, dice E. Fromm. El filósofo y psicólogo W. James, hablando de “otra dimensión de la existencia que no es la del mundo puramente sensitivo y comprensible, denominada la región mística o sobrenatural”, y a la que pertenecemos -dice- más que al mundo visible, afirma: “Designaré esta parte superior del universo con el nombre de Dios”. Y Teilhard de Chardin sostiene: “El Dios que nuestro siglo espera debe ser: 1.- Tan vasto y misterioso como el Cosmos. 2.- Tan inmediato y envolvente como la Vida. 3.- Tan ligado (de alguna manera) a nuestro esfuerzo como la Humanidad”.
Con esa clara visión de la unidad de la Vida que le acompañó siempre, Teilhard defiende la necesidad de unificar esas dos tendencias que dividen al mundo entre la defensa de un Dios trascendente y personal (presente en los cristianos y otras religiones) y un Dios inmanente e impersonal (más propio de la ciencia). Por eso, dice: “El Dios trascendente personal y el Universo en evolución no forman ya dos centros antagónicos de atracción, sino que entran en conjunción jerarquizada para levantar la masa humana en una marea única”. ¿Sería, pues, exagerado suponer que es posible conocer científicamente al Dios inmanente e impersonal y creer racionalmente en el Dios trascendente y personal, y que ambos son Uno, no dos seres diferentes?
Paul Davies dice que es posible imaginar una supermente que haya existido desde el origen de la creación. “No es un Dios -afirma- que ha creado todas las cosas por medios sobrenaturales, sino una mente universal que se extiende por el Cosmos y lo controla directamente, sirviéndose de las leyes de la naturaleza para alcanzar algún propósito específico”. Y el psiquiatra Victor E. Frankl, que pasó por los campos de concentración, afirma: “¿Quién puede decirnos a nosotros que no existe una inteligencia superior a la nuestra que comprende nuestro dolor?”
Esta idea de Dios que presenta la ciencia moderna es muy cercana al concepto de Dios del misticismo oriental. El mismo P. Davies hablando de Dios como la mente universal que se extiende por el Cosmos, añade: “La naturaleza es un producto de su propia tecnología y el Universo es una mente: un sistema auto-organizado que se observa a sí mismo. Nuestras propias mentes podrían considerarse entonces como islas locales de conciencia en un mar de inteligencia. Es ésta una idea que presenta rasgos de la concepción oriental del misticismo según la cual Dios es la conciencia unificadora de todas las cosas, conciencia por la cual la mente humana será absorbida, perdiendo su identidad individual, cuando alcance un nivel apropiado de desarrollo espiritual”.
Es un grave error, de toda la humanidad, que el término Dios haya estado casi siempre relacionado exclusivamente con las iglesias, cuando Dios pertenece a toda la humanidad. Es como si Beethoven o cualquier otro genio de la humanidad se relacionara siempre y sólo con su país de origen. El concepto de Dios, en las sociedades adultas, debe abandonar su vinculación casi exclusiva con los ritos y las ceremonias de las iglesias, para pertenecer tanto al fuero interno de cada individuo, como a la propia ciencia y a toda la humanidad.
En la “Filosofía Perenne”, de A. Huxley, se lee: “Si nos acercamos a Dios con la idea preconcebida de que El es exclusivamente el personal, trascendente y todopoderoso regente del mundo, corremos el riesgo de quedar enzarzados en una religión de ritos, sacrificios propiciatorios (a veces de la índole más horrible) y observancias legalistas”. Este legalismo ritualista -dice Huxley- puede servir para mejorar la conducta, pero hace poco por cambiar el carácter y nada por modificar la conciencia.
La ciencia, la filosofía y el arte han hecho probablemente más que las confesiones religiosas para que el hombre tenga un concepto de Dios acorde con las posibilidades y limitaciones que el propio hombre posee, mientras que las confesiones religiosas no han hecho, en la mayoría de los casos, más que especulaciones y conjeturas sobre Dios, y generar hostilidades y “guerras santas”. Así, la ciencia occidental, con sus investigaciones -sobre todo en el campo de la astronomía- ayudó a la humanidad a abandonar su etapa infantil al descubrir que la madre Tierra no era el centro del universo, sino un planeta entre otros. Y a lo largo del siglo veinte, los descubrimientos acerca de la base científica de la unidad de la naturaleza, están ayudando a proyectar la idea de una humanidad única en esencia, con todas las consecuencias que ello entraña.

Decálogo sobre Dios:
No hables nunca en vano sobre Dios  
-  Si Dios ocupa un lugar en tu vida, que no sobrepase la esfera de tu intimidad y del silencio
-  Los que hablan sobre Dios nada saben de Él. Sólo hablan de        un Dios inventado
Habla, en cambio, de hacer el mayor bien posible, y sobre todo hazlo, sin necesidad de apelar a nadie ni a nada fuera de tu alcance
-  Si no eres capaz de hacer el bien, tu Dios también es inventado
No es necesario creer en un Dios para hacer el bien. Los que dicen que creen en Él, han hecho tanto o más mal que bien
-  No digas si crees o no en Dios, porque Dios no pertenece al mundo de las creencias, sino de las vivencias
Dios no debería ser ninguna molestia en tu vida, porque entonces sigues pensando en un Dios inventado
Quizás un día -más o menos lejano- los hombres ya no hablarán de Dios, porque lo llevarán dentro de sí
El hombre suele hablar con frecuencia de lo que no sabe, pero un día reinará el silencio y el Dios del universo quizás se haga visible
   (De la reflexión sobre la frase del Maestro Eckhart “¿Qué estás parloteando acerca de Dios? ¿No sabes que todo lo que dices es falso?”)
 
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