miércoles, 26 de agosto de 2015

CALIDAD DEL DOCENTE NECESARIO




 CALIDAD DEL DOCENTE NECESARIO
(Capítulo V del libro "Más y mejor educación para todos", de Antonio Pérez Esclarín)

La propuesta de educación de calidad que venimos proponiendo requiere de docentes de calidad, es decir, que enseñen a ser, enseñen a aprender y enseñen a convivir. Esto se dice fácil, y hasta resulta evidente. El problema empieza cuando se comprende que sólo es posible enseñar -o sea, ayudar- a ser persona si uno se esfuerza por serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta que para ser educador hace falta reconocerse como un educando de por vida. Por otra parte, sólo enseñará realmente a aprender el que aprende al enseñar; del mismo modo que enseñar a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir, que convierta la clase en un lugar de democracia profunda.


5.1.-Enseñar a ser

Necesitamos docentes que, antes que otra cosa, sean educadores. La mayoría de los docentes ejercen su profesión como meros dadores de clases y programas, sin haber tenido la oportunidad de asomarse a las honduras de lo que significa educar. La propia sociedad, si bien en ciertas oportunidades y celebraciones, se monta en la retórica para hablar del maestro como apóstol y forjador de futuro, considera la profesión docente entre las menos atractivas y valoradas y trata a los docentes como ciudadanos de segunda categoría. La mayoría de los docentes tienen de sí mismos una muy baja percepción y autoestima y eligieron su profesión porque se les cerraron las puertas de otras que consideraban más atractivas y gratificantes. Por eso es tan importante que descubran la esencia de lo que significa educar.

Ser maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que enseñar biología, lectoescritura, electricidad, inglés o historia. Educar es alumbrar personas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los propios ojos para que otros puedan mirar la realidad sin miedo. El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación. Es educador el que no sólo está dispuesto a dar tiempo, sino a darse.

Cuentan que, una vez, entró un niño en el taller de un escultor. Por un largo rato estuvo disfrutando ante la cantidad de cosas asombrosas del taller: herramientas, bocetos, pedazos de esculturas desechados..., pero lo que más le impresionó fue un enorme bloque de piedra en el centro del taller. Era una piedra tosca, llena de magulladuras, desigual, traída en un penoso recorrido desde la lejana sierra. El niño estuvo acariciando con sus ojos la piedra y, al rato, se fue. Volvió el niño al taller a los pocos meses, y vio sorprendido que, en el lugar de la enorme piedra, se erguía un hermosísimo caballo que parecía ansioso por librarse de la fijeza de la estatua y ponerse a galopar. El niño se dirigió al escultor y le dijo: “¿cómo sabías tú que dentro de esa piedra se escondía ese caballo?

Educar viene del latín, educere, que significa sacar de adentro. Es educador quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que vemos los demás, sino la obra de arte que se encuentra adentro, y entiende su misión como el que ayuda a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore el ser maravilloso que todos llevamos en potencia. La educación implica una tarea de liberación y de responsabilización(62). El educador tiene una irrenunciable misión de partero de la personalidad. Es alguien que entiende y asume la transcendencia de su misión, consciente de que no se agota con impartir conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas, sino que se dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, con sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y esperanzas.

La vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos, cursos, diplomas, conocimientos y técnicas. Formar personas sólo es posible desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al futuro. Cuando un docente vive su diaria tarea no como un saber, que le crea un poder, o como una función que tiene que cumplir, sino como una capacidad que le obliga a un servicio, está no sólo ayudando a adquirir determinados conocimientos y destrezas, sino que está dando sentido a su misión, está educando, está ayudando a ser.

Esto presupone una madurez honda, una coherencia de vida y de palabra. Y esta coherencia es imposible sin un permanente cuestionamiento y cuidado del propio proyecto de vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuestas de superación, de crecimiento, es decir de formación, será capaz de recibir amor y por ello podrá darlo. Será capaz de aprender y por ello de enseñar. El que cree que lo sabe todo, el que se coloca con autosuficiencia frente a los alumnos, el que piensa que no necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia educación, será por ello, incapaz de educar.

La personalidad del docente, su manera radical de ser y de estar en el mundo y con los demás, las palabras que hace y no tanto las palabras que dice, son el elemento clave de la relación educativa. Uno explica lo que sabe o cree saber, pero uno enseña lo que es. Si eres generoso, estás enseñando y promoviendo la generosidad. Si eres inquieto, preocupado, ávido de saber, transmites ganas de aprender. Si eres superficial y vano, comunicas trivialidad. Si vives amargado y te la pasas quejándote, enseñas desconfianza, amargura, pesimismo.

Esta es una realidad fácilmente comprobable por cualquiera de nosotros: por la larga vida de alumnos que todos fuimos -y estamos siendo- pasaron y siguen pasando una enorme cantidad de maestros y profesores. Gran parte de ellos se borraron de nuestras vidas sin dejar surco ni huella. Tal vez los recordamos cuando revisamos un álbum de fotos añejadas por el tiempo, o nos encontramos con viejos amigos y empezamos a rememorar el pasado.

Sin duda alguna, esos docentes contribuyeron tal vez a que aprendiéramos algunas cosas, pero no marcaron nuestras vidas, no nos educaron, fueron perfectamente prescindibles, lo mismo hubiera sido tenerlos a ellos que tener a cualquier otro. A otros los recordamos como ejemplos de deseducación: egoístas, altaneros, vivos, flojos, injustos, corruptos...Su recuerdo nos produce dolor y reabre viejas heridas. Preferiríamos que no hubieran pasado por nuestras vidas. Nos deseducaron.

Pero sin duda alguna, también tuvimos la inmensa suerte de contar con algún maestro o maestra a quien recordamos con verdadero agradecimiento. Nos supimos queridos, aceptados por él (ella), comprendidos... nos abrió la vida a nuevos e insospechados horizontes; nos ayudó a conocernos, a creer en nosotros, a atrevernos a remar hacia adentro en el torrente de la vida cuando casi todos los demás seguían chapoteando en las orillas. Sembró en nosotros, con la palabra de su vida, semillas de generosidad, de entusiasmo, ansias de vivir de otro modo. Diferente a los demás, marcó nuestra existencia con una huella indeleble. De algún modo, aunque tal vez no hayamos vuelto a saber de él o de ella, sigue viviendo y dando frutos en lo mejor de nosotros.  Ellos sí fueron verdaderos maestros, educadores. Y no los recordamos tanto por los conocimientos que nos transmitieron, sino porque nos enseñaron a ser, nos motivaron a vivir con autenticidad, nos dieron el aliento y la ayuda para hacerlo.

A la luz de estas reflexiones, sería bueno que cada docente se preguntara, en la intimidad de su corazón, ¿cómo lo van a recordar sus alumnos?, ¿qué valores les inculca con su vida?, ¿cómo querría ser recordado por ellos?, ¿qué está haciendo o va a hacer para ello? Y es que, en definitiva, el problema de la educación es eminentemente un problema de vivir y proponer valores. Esta es la gloria o la tragedia de los educadores: que es imposible enseñar de un modo neutro, aséptico, pues todos iluminan caminos o los oscurecen, sueltan alas a la libertad, o las amarran.

En una sociedad tan agresivamente inhumana, donde el poder, el tener, y el consumir determinan las relaciones y el modo de vida de las personas, el educador es el hombre o la mujer que apuesta por la persona frente a las cosas, por la solidaridad frente al individualismo desbocado, por la actitud lúcida y crítica frente al adoctrinamiento técnico e ideológico, por la libertad frente al letargo que provoca la invasión de noticias y productos impuestos; apuesta por una sociedad humana y fraternal frente a una sociedad que nos convierte en una muchedumbre solitaria, en un rebaño frente al televisor, que impide la comunicación y desde la soledad intolerable, nos invita a esa violencia del que necesita destruir para ser, ponerse unos zapatos de marca para justificar la existencia, matar para reconocerse y que le reconozcan vivo.

Evidentemente, si un docente es capaz de captar la transcendencia de su misión, y se percibe ya no como un mero dador de objetivos y rutinas, como alguien que ayuda a pasar exámenes y a avanzar de un curso a otro, sino como un educador que ilumina caminos y fragua voluntades, recuperará su autoestima y se entregará a vivir apasionadamente su profesión y su misión. Entenderá que, frente a los intentos de convertir la educación en un discurso gerencial y tecnocrático, centrado únicamente en cuestiones de eficacia y control, su figura brilla cada día con más luz, una de las pocas profesiones que jamás podrán ser desplazadas por las máquinas, porque las máquinas podrían sustituirle en su papel de transmisor de conocimientos, pero jamás una máquina será capaz de formar hombres y mujeres verdaderos. Si entiende esto así, no andará desesperado por salir del aula y refugiarse en cargos burocráticos, ni ligará su realización a escalar en la pirámide del sistema educativo por considerar que el profesor es más que el maestro, y que trabajar en la universidad es más transcendente que trabajar con alumnos de preescolar, básica o diversificado: ¿acaso un buen pediatra pone su empeño y realización en lograr ser un buen geriatra?

Y desde la vivencia profunda de su profesión y su misión, el genuino educador lanzará a la sociedad el justo reclamo para que lo trate como es debido, y denunciará la soberana estupidez de una sociedad tan desorientada que considera normal pagar mejor al veterinario que cura las vacas, al arquitecto que levanta las casas, o al ingeniero que construye las carreteras, que al maestro que forma las personas que se comen las vacas, habitan las casas y se desplazan por esas carreteras.


5.2.-Enseñar a aprender

En su obra póstuma, El primer hombre, el escritor Albert Camus rememora la escuela y los docentes de su infancia y escribe: No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de la familia. En la clase del Sr. Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado, rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del Sr. Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les consideraba dignos de descubrir el mundo (63).

Este texto de Camus pinta genialmente al genuino maestro que, más que impartir y exigir la memorización de paquetes de conocimientos muertos, es capaz de despertar en sus alumnos el hambre de aprender, de descubrir, de estar en búsqueda permanente del saber. Educar es fundamentalmente enseñar a aprender, ayudar a aprender, desarrollar la inteligencia creadora de modo que el educando vaya adquiriendo la capacidad de acceder a un pensamiento cada vez más personal e independiente que le permitirá seguir aprendiendo siempre. El educador, como el poeta, es un hacedor de preguntas inocentes. La pregunta, y no tanto la respuesta, constituye lo medular en los procesos educativos. La pregunta es una de las herramientas fundamentales con que cuenta el docente para activar el pensamiento de los alumnos y orientarlo hacia la toma de decisiones, la resolución de problemas y el aprendizaje permanente. Hay que enseñar a hacer preguntas y hacerse preguntas (64), bien planteadas, que motoricen los aprendizajes, que exciten la inteligencia. Ni el problema ni la pregunta son conocimientos, al contrario, son reconocimientos de ignorancia, pero abren espacios al conocimiento impulsando al investigador más allá de lo que sabe. La falta de dudas y preguntas no es señal de que alguien sabe mucho, sino que ha perdido la vitalidad de aprender.

Enseñar a aprender supone enseñar las herramientas de aprendizaje -en especial, la lectura, la expresión, la escritura, hoy también la informática, el cálculo, la investigación...- de modo que uno sea capaz de buscar la información que necesita, la comprenda, la recree y la devuelva hecha saber propio. Supone enseñar los conocimientos significativos o pertinentes, es decir, aquellos que son necesarios para seguir aprendiendo cada vez de un modo más autónomo y personal. Y supone sobre todo y ante todo, crear un ambiente de aprendizaje que estimule el deseo de aprender, la creatividad, el trabajo, la convivencia…  No se trata, por consiguiente, de decirles a los docentes cómo tienen que enseñar, sino de proponerles experiencias pedagógicas enraizadas en los valores y modelos que se pretenden. Aquí radica, a mi modo de ver, una de las contradicciones más graves de la mayor parte de las actuales escuelas de educación que asfixian con su práctica pedagógica las teorías que proponen y mandan recitar a los alumnos. Los futuros maestros aprenden y asimilan no lo que les dicen los profesores y ellos escriben en sus exámenes, sino la práctica que experimentan en el salón de clases. Por ello, no enseñan como les dijeron que había que enseñar, sino que enseñan como les enseñaron a ellos.

Los docentes necesitan, por consiguiente, renunciar a ese rol de meros transmisores de conocimientos,  para asumirse como estrategas que van creando situaciones de aprendizaje. Docentes que guíen el proceso de construcción del conocimiento de sus alumnos. Para ello, tienen que comprometerse no sólo con los contenidos que proponen para la clase -lo cual es muy importante-, sino que deben también comprometerse con el proceso de elaboración del conocimiento, con el desarrollo de las habilidades para utilizar ese conocimiento y con la capacidad de crear nuevas interrelaciones y nuevos saberes a partir del conocimiento adquirido.

Asegurar la comprensión del conocimiento supone partir del saber del alumno, de sus conocimientos previos, de sus códigos de entendimiento y comunicación. Supone partir de su realidad y de su cultura. No es posible un aprendizaje efectivo si la construcción del saber que guía el maestro no se sustenta en el mundo de significados que manejan sus alumnos. Lo que ellos saben, entienden y sienten, su manera de ser y de vivir, es lo que dará significación al nuevo conocimiento que propone la escuela. Así mismo, se les pide a los docentes solvencia para comunicar a sus alumnos seguridad en sus capacidades intelectuales y acercamiento cordial para involucrarlos afectivamente en lo que les proponemos. De ahí la importancia de que conozcan bien no sólo la materia o asignatura que enseñan, sino de conocer bien a los alumnos. Y sólo conoce bien el que ama. Por ello, una vez más, la importancia de querer a los alumnos.

Ahora bien, sólo enseñará a aprender a los alumnos el docente que aprende al enseñar. El docente que ha dejado de aprender, se convierte en obstáculo y freno para el aprendizaje de sus alumnos. Pero no es lo mismo aprender que estar estudiando. Hay muchos docentes que estudian y no aprenden a ser mejores educadores. Repiten teorías, pasan exámenes, obtienen títulos, y hasta sacan postgrados, pero no se van haciendo mejores educadores. Necesitamos docentes que reflexionen y cuestionen su hacer pedagógico y aprendan de esa reflexión. Docentes que sean capaces de hacer teoría de su práctica. Esta primera teoría, fruto de la reflexión de la práctica, debe ser confrontada con la de los compañeros y con las teorías más elaboradas de los especialistas (de ahí que es inconcebible un docente que no lea y se actualice continuamente), pero ya no para repetir lo que ellos dicen, sino en un verdadero diálogo de saberes, que va enriqueciendo, cambiando, profundizando la propia teoría que, a su vez, promueve cambios en la práctica. Esto supone, en primer lugar, la sistematización escrita de todo el proceso.

Aprender a escribir supone, más que alguna otra cosa, aprender a pensar. La escritura es una epistemología, una magnífica forma de aprendizaje. Así como cuando hablamos aprendemos más cosas acerca de lo que queremos decir por el simple hecho de decirlo, es decir, aprendemos a medida que hablamos, eso mismo se puede afirmar con más razón de la escritura: aprendemos a medida que escribimos. Detrás de muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a pensar. De ahí la importancia de la sistematización como método de aprendizaje, sistematización que posteriormente deberá ser socializada y confrontada con otros para su ulterior enriquecimiento.


5.3.-Enseñar a convivir

La tercera dimensión del docente de calidad necesario, es la de ser un profesional crítica y activamente comprometido en la gestación de una democracia de calidad.

Nuestra actual democracia es puro cascarón hueco, sin contenido, sin nada adentro. Sabíamos que no teníamos verdadera democracia política, económica y social, pues unos pocos acaparan las decisiones, las riquezas y el poder, pero nos quedaba la ilusión de que podíamos elegir. Los sucesos de las últimas elecciones nos tumbaron esa ilusión y, como expresa magistralmente un Editorial de El Naciona( 65), nos pusieron en evidencia que nuestra democracia “no se basaba en el voto popular, sino en la permanente contabilización fraudulenta que se hace en las mesas electorales de los tarjetones que uno, tonta e ingenuamente, marca creyendo que está votando por alguien determinado. Nada de eso. Los representantes de los partidos políticos -que son por ley, mayorías en las mesas- se reparten los votos de los que no están presentes y nuestro esfuerzo democrático madrugador queda allí entrampado en un ‘dame que te doy’.

El ciudadano queda más que sorprendido, pues ha jugado limpio y quienes lo incitaron y excitaron a participar jamás le dijeron que se podía hacer trampas, que era un juego de tahúres donde el más hábil siempre iba a tener ases suficientes en la manga para ganar por encima de la suerte. De allí que repitamos, como quien come pepinos, unas elecciones que se supone son abiertas y limpias.

¿Qué se deduce de todo esto? Algo demasiado sencillo: los partidos incitan a sus militantes al robo de votos, y quien roba votos también siente que puede robar además impunemente los presupuestos de las alcaldías, de las gobernaciones, de los ministerios. Allí está la fuente de la corrupción, ese abismo que se ha tragado todos los millones del presupuesto oficial. Hay, por supuesto, quienes no lo hacen y son militantes sanos y considerados en su comunidad, pero existen otros que terminan robándose hasta el último centímetro de democracia pues quien se apropia de un voto ajeno es más atracador que un malandro de barrio, pues lo despoja a uno de un acto de conciencia y no del efímero dinero de la cartera.(...)

Ya basta de “encapuchados” en las mesas de votación y de un Consejo Supremo Electoral que funge de cueva de Alí Babá.

Por todo esto y por lo que venimos diciendo, a lo largo de todo el libro, hoy más que nunca, frente al colapso de nuestro modelo político-económico-social, y las tentaciones cada día más frecuentes de recurrir al autoritarismo como salida del actual atolladero, es urgente una educación comunitaria, que tenga como finalidad una democracia que funcione, basada en el trabajo, la participación, el respeto, donde los derechos y deberes de los ciudadanos son la guía permanente de las acciones colectivas, de modo que garantice a todos una vida con dignidad.

La escuela debe propiciar la comprensión crítica de la democracia vivida en la cotidianidad y en la sociedad, pero desde una conciencia ética que haga del individuo sujeto de cambio y de construcción de la democracia integral. La democracia integral es el sistema político que garantiza a cada uno y a todos los ciudadanos una participación activa y creativa, en cuanto sujetos, en todas las esferas del poder y del saber de la sociedad. Un sistema que garantiza a todos y a cada uno el derecho de ser coautores del mundo. Para eso, cada uno y todos los ciudadanos de la sociedad son llamados a participar, en cuanto sujetos singulares y a la vez plurales, en el desarrollo de todas las instancias con que se relacionan, desde el barrio, el caserío, la aldea, y las unidades productivas hasta El Estado. De ahí que la participación popular es un elemento central del proceso de profundización de la democracia. El pueblo debe tener poder real de decisión para proponer, fiscalizar y controlar las acciones del Estado (66). Se trata de que las personas logren entender y experimentar que sí es posible avanzar en hacer realidad los valores y principios que alientan la verdadera democracia (participación, crítica, pluralismo, igualdad, libertad...) y que vale la pena trabajar sin descanso por construirlos y defenderlos.

Todo esto le plantea grandes desafíos a la educación. Es urgente la formación de una mentalidad con miras a construir una cultura política que priorice la valoración de los espacios públicos como gestores del bien común, y acabe con la cultura política asociada al clientelismo, la apatía, sumisión, corrupción, autoritarismo... Para hacer esto posible, necesitamos que las escuelas se transformen en verdaderas comunidades democráticas, donde se experimenta cotidianamente el ejercicio de la democracia tanto directa como delegada. Se trata de vivir en la vida cotidiana de la escuela los valores democráticos que buscamos, lo que implica modificar la organización escolar y la práctica dentro del aula, desterrando las actitudes individualistas, autoritarias, corruptas, el acaparamiento de la palabra por parte del docente, de modo que efectivamente se desarrolle el diálogo, la participación, la crítica, y las relaciones interpersonales efectivas.

Todo esto exige, a su vez, educadores activamente entregados a la gestación de esa democracia integral que hace compatibles igualdad con libertad, diversidad con diferencia, y derechos de las mayorías con derechos de las minorías. Para ello, como plantea Giroux (67), el educador debe “asumir la enseñanza como práctica emancipadora , la creación de escuelas como esferas públicas democráticas, la recuperación de una comunidad de valores compartidos y el fomento de un discurso público común unido a imperativos democráticos de igualdad y justicia social”.

Frente al intento de reducir la educación a mero asunto gerencial y administrativo, centrado únicamente en cuestiones de eficiencia y control, donde los docentes son reducidos al papel de técnicos que ejecutan instrucciones, incapaces de analizar críticamente los supuestos ideológicos de los modelos que les imponen, necesitamos educadores que legitimen las escuelas como lugares de vivencia y construcción de genuinas relaciones democráticas.

Sólo de escuelas genuinamente democráticas, que promueven y estimulan el continuo ejercicio de la libertad, la responsabilidad, la participación, la crítica, el servicio, el respeto y el pluralismo, saldrán auténticos ciudadanos capaces de construir y defender una democracia integral de calidad. Sólo si los educadores se esfuerzan por ser genuinos ciudadanos y convierten sus aulas en modelos de democracia integral, estarán educando en y para la ciudadanía y contribuirán a desarrollar en los alumnos la facultad de imaginar, de juzgar y de comprometerse en la búsqueda de una sociedad humana e igualitaria, que logre la vigencia plena de los derechos humanos y los valores universales básicos.

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